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domingo, 28 de enero de 2024

SÚPLICA A SAN SEBASTIAN PARA CAUSAS DESESPERADAS



La desnudez de tu cuerpo
  se revestía de flechas
  que hacían blanco,
raudos y derechos,
  y no te dejaban en reposo.

  Lluvia mortífera que ha salido
  de manos traidoras, pecadoras.
  Son las flechas: lanzaderas
  que os tejerán un nuevo traje.

  Con hilo purpúreo, sangriento,
  se tejerá el vestido de tu gloria.
  De la más noble ejecutoria,
  son las heridas exponentes.

 Atrevido soldado, Sebastián,
  vuelto por Cristo soldado intrépido,
  para vigorizar al mundo decrépito
  que ya no se puede arrodillarse.

Protégeme San Sebastián
y da cumplimiento a esta súplica,
que en tan desesperado momento
en tus manos dejo.
 
(Hacer la petición)

  Que Dios te lleve a su reino,
  para que del Cielo todo recibas;
  que con Cristo emprendas nueva vida
 y con Él delante siempre,
prepararme el camino
para cuando un día te alcance.


Martirio de San Sebastián


La siguiente composición, escrita por el poeta cubano Eugenio Florit, tiene como tema el martirio de San Sebastián, o sea el momento en que el santo, amarrado al tronco de un árbol, fue asaeteado por sus enemigos. La poesía que reproducimos es muy conocida y famosa, pero conviene que nuestros lectores la lean con atención, observando las imágenes que el poeta (poniéndolas en boca del propio San Sebastián) emplea para designar a las flechas, a quienes llama "palomitas de hierro", "pequeños querubines de alas tensas" y "tibias agujas celestiales". He aquí, según la poesía, lo que dijo San Sebastián cuando le atravesaban el cuerpo a flechazos.


Sí, venid a mis brazos, palomitas de hierro; 
palomitas de hierro, a mi vientre desnudo. 

Qué dolor de caricias agudas. 

Sí, venid a morderme la sangre, a este pecho, 
a estas piernas, a la ardiente mejilla. 

Venid, que ya os recibe 
el alma entre los labios. 

Sí, para que tengáis nidos de carne 
y semillas de huesos ateridos; 
para que hundáis el pico rolo 
en el haz de mis músculos. 

Venid a mis ojos, que puedan ver la luz; 
a rnis manos, que toquen forma imperecedera;
 a mis oídos, que se abran a las aéreas músicas;
 a mi boca, que guste las mieles infinitas; 
a mi nariz, para el perfurme 
de las eternas rosas. 

Venid, sí, duros ángeles de fuego, 
pequeños querubines de alas tensas. 

Sí, venid a soltarme las amarras 
para lanzarme al viaje sin orillas. 

¡Ay! Que acero feliz, qué piadoso martirio. 
¡Ay! Punta de coral, águila, 
lirio de estremecidos pétalos. 

Sí. Tengo para vosotras, flechas, 
el corazón ardiente, pulso de anhelo, 
sienes indefensas.

Venid, que está mi frente ya limpia 
de metal para vuestra caricia. 

Ya, qué río de tibias agujas celestiales. 
Qué nieves me deslumbran el espíritu. 
Venid. Una tan sola de vosotras, 
palomas, para que anide dentro de mi pecho 
y rne atraviese el alma con sus alas... 

Señor, ya voy, por cauce de saetas. 
Sólo una más, y quedaré dormido. 

Este largo morir despedazado 
cómo me ausenta del dolor. 

Ya apenas el pico de estos buitres me lo siento.
 Qué poco falta ya, Señor, para mirarte. 

Y miraré con ojos que vencieron las flechas; 
y escucharé tu voz con oídos eternos; 
y al olor de tus rosas 
me estaré como en éxtasis; 
y tocaré con manos que nutrieron 
estas fieras palomas; 

y gustaré tus mieles con los labios del alma. 
Ya voy, Señor. 

¡Ay! Qué sueño de soles, 
qué camino de estrellas en mi sueño. 
Ya sé que llega mi última paloma... 

¡Ay! ¡Ya está bien, Señor, 
que te la llevo hundida 
en un rincón de las entrañas!



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