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lunes, 28 de enero de 2019

SAN ABRAHÁN


La vida de Abrahán es narrada en el libro del Génesis, entre los capítulos 12 y 25, que nos informa que era un jefe caldeo en Mesopotamia que vivió hacia el año 2000 antes de Cristo, y hacia el año 1921 a.C. Dios le llamó para que abandonase su nación y migrara a Canaán. En el libro del Génesis, San Moisés nos dice que Dios bendijo a Abrahán con innumerables descendientes en el sentido biológico y genealógico, haciéndole no sólo antepasado de la nación de Israel, sino también de varios pueblos del Cercano Oriente como los idumeos, ismaelitas y madianitas. Pero aunque muchos católicos de hoy puedan tener orígenes étnicos hacia estos pueblos, no es por ese motivo que los Católicos reconocen a Abrahán como Patriárchæ nostri, porque recordamos la enseñanza de San Juan Bautista, el último de los profetas veterotestamentarios, quien le advirtió a los judíos:

“Y dejaos de decir interiormente: Tenemos por padre a Abrahán; porque yo os digo que poderoso es Dios para hacer que nazcan de estas mismas piedras hijos de Abrahán”. (Mateo 3, 9).
 
 

La salvación personal no depende en manera alguna de la posibilidad o no de trazar su genealogía hasta Abrahán. Cuando Dios le prometió a Abrahán “Multiplicaré tu descendencia como el polvo de la tierra: si hay hombre que pueda contar los granitos del polvo de la tierra, ése podrá contar tus descendientes” (Génesis 13, 16, Biblia de Mons. Félix Torres Amat
), no era sólo una promesa de innumerable progenie biológica, sino incluso una declaración del Todopoderoso de que todo el que reciba la gracia de la Fe sobrenatural se convierte en descendiente espiritual del fiel Abrahán. De ahí que San Pablo afirme en su carta a los Romanos que las promesas que Dios hizo a Abrahán no pertenecen meramente a sus descendientes genealógicos, sino que todos cuantos poseen y ejercen la Fe son descendientes espirituales de Abrahán:

“La fe, pues, es por la cual nosotros somos herederos, a fin de que lo seamos por gracia, y permanezca firme la promesa para todos los hijos de Abrahán; no solamente para los que han recibido la Ley, sino también para aquellos que siguen la fe de Abrahán, que es el padre de todos, (según lo que está escrito: Téngote constituido padre de muchas gentes), y que lo es delante de Dios, a quine ha creído, el cual da vida a los muertos, y llama o da ser a las cosas que no son, del mismo modo que conserva las que son” (Romanos 4, 16-17).

San Pablo también nos recuerda que las promesas hechas a Abrahán eran promesas mesiánicas, y por tanto sabemos que la fe de Abrahán estaba esencialmente en el Mesías que nacería de él, que salvaría a la humanidad de la esclavitud del pecado y la muerte (por ello Jesús dijo a los judíos “Abrahán, vuestro padre, ardió en deseos de ver este día mío: lo vio, y se llenó de gozo”) y por el cual serían benditas todas las naciones de la tierra. San Pablo dice:

“Porque todos sois hijos de Dios por la fe en Jesucristo. Pues todos los que habéis sido bautizados en Cristo, estais revestidos de Cristo. Y ya no hay distinción de judío ni griego, ni de siervo ni libre; ni tampoco de hombre ni mujer. Porque todos vosotros sois una cosa en Jesucristo, y siendo vosotros miembros de Cristo, sois por consiguiente hijos de Abrahán, y los herederos según la promesa” (Gálatas 3, 26-29)

Es específicamente en la promesa divina a Abrahán, de que en él y en su descendencia serían bendecidas todas las naciones de la tierra, lo que Nuestra Señora pensaba en la Anunciación, cuando el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. En su Magníficat, la Santísima Virgen claramente declara que la concepción del Mesías era el cumplimiento de las promesas a Abrahán: “Acordándose de su misericordia, acogió a Israel su siervo: según la promesa que hizo a nuestros padres, a Abrahán y a su descendencia por los siglos de los siglos” (Lucas 2, 54-55). Esto es reiterado incluso más explícitamente por San Zacarías, padre de San Juan Bautista, que decía en el Benedíctus:

“Bendito sea el Señor Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo: y nos ha suscitado un poderoso salvador en la casa de David, su siervo; según lo tenía anunciado por boca de sus santos profetas, que han florecido en todos los siglos pasados: para librarnos de nuestros enemigos, y de las manos de todos aquellos que nos aborrecen: ejerciendo su misericordia con nuestros padres, y teniendo presente su alianza santa, conforme al juramento con que juró a nuestro padre Abrahán que nos otorgaría la gracia de que libertados de las manos de nuestros enemigos, le sirvamos sin temor, con verdadera santidad y justicia ante su acatamiento, todos los días de nuestra vida” (Lucas 2, 68-75)

Las promesas abrahámicas fueron una alianza eterna e incondicional que Dios hizo, alianza que nunca ha sido ni puede ser revocada por la Ley mosaica que vendría cuatro siglos más tarde, estando fundada en el juramento de Dios de que el fiel Abrahán sería el ancestro del Mesías, del Salvador del Mundo. Es por esto que San Mateo se esforzó en mostrar que Jesús es hijo de David, e hijo de Abrahán (Mateo 1, 1), comenzando su Evangelio con una genealogía encabezada por el Patriarca Abrahán y que desciende a través del Rey David y concluye en Jesucristo. Entonces, es evidente, que la salvación de una persona no depende de su descendencia genealógica desde Abrahán, sino, de la descendencia genealógica de Cristo desde Abrahán, cuya vida alegóricamente prefiguró la de su descendiente, Jesús. Fue esta fe mesiánica de Abrahán -confiando en que, aún cuando no tenía en el momento un hijo y heredero legítimo, sería de su propia estirpe que Dios enviaría al Mesías, la Simiente prometida que aplastaría la cabeza de la serpiente- lo que le mereció el exaltado título de “padre de los fieles”. Las promesas a Abrahán son las “promesas mejores” sobre las cuales está basada la Nueva Alianza (Hebreos 8, 6), y por tanto en el Sacrificio de la Misa, cuando la Iglesia ofrece la Sangre del Nuevo y Eterno Testamento, el Misterio de Fe, ella evoca el sacrificio que nuestro Patriarca Abrahán ofreció a Dios.

La misma esperanza de salvación de nuestros padres antiguos estaba fundada en la fe mesiánica de Abrahán, y es por esto que, como explica Santo Tomás de Aquino, que los judíos dieron el nombre “seno de Abrahán” (Lucas 16, 22) al Limbus Patrum (Limbo de los Padres), ese “precinto” del Infierno donde todas las almas de los santos del Antiguo Testamento esperaban el Advenimiento del Mesías. Todos los que murieron en la esperanza del Mesías prometido iban al seno de Abrahán, estando seguros en su corazón fiel, como lo era, en la venida del Señor Jesús, que les trajo su esperada salvación cuando Él descendió a los infiernos y les condujo al Cielo. Nosotros también, como los patriarcas, deberíamos basar nuestra fe y nuestra esperanza firmemente sobre la fe de Abrahán, prototipo y padre espiritual de los fieles, y buscar seguir sus huellas. Como San Pablo dijera a los Hebreos:

“Por la fe aquel que recibió del Señor el nombre de Abrahán, obedeció a Dios, partiendo hacia el país que debía recibir en herencia, y se puso en camino, no sabiendo adonde iba. Por la fe habitó en la tierra que se le había prometido, como en tierra extraña, habitando en cabañas, como hicieron también Isaac y Jacob coherederos de la misma promesa, Porque tenía puesta mira en aquella ciudad de sólidos fundamentos, cuyo arquitecto y fundador es el mismo Dios. Por la fe también la misma Sara siendo estéril recibió virtud de concebir un hijo, por más que la edad fuese ya pasada, porque creyó ser fiel y veraz Aquel que lo había prometido. Por cuya causa de un hombre solo (y ése amortecido ya por su extremada vejez) salió una posteridad tan numerosa como las estrellas del cielo, y como las arenas sin cuento de la orilla del mar. Todos estos vinieron a morir en su fe, sin haber recibido los bienes que se les habían prometido, contentándose con mirarlos de lejos, y saludarlos, y confesando ser peregrinos, y huéspedes sobre la tierra. Ciertamente que los que hablan de esta suerte, dan a entender que buscan patria, y caso que pensaran en la propia de donde salieron, tiempo sin duda tenían de volverse a ella; uego es claro que aspiran a otra mejor, esto es, a la celestial. Por eso Dios no se desdeña de llamarse Dios de ellos, como que les tenía preparada su ciudad. Por la fe, Abraham, cuando fue probada su fidelidad por Dios, ofreció a Isaac, y el mismo que había recibido las promesas, ofrecía y sacrificaba al unigénito suyo; aunque se le había dicho: De Isaac saldrá la descendencia que llevará tu nombre y heredará las promesas; mas él consideraba dentro de sí mismo que Dios podría resucitarle después de muerto, de aquí es que le recobró bajo esta idea y como figura de otra cosa” (Hebreos 7, 8-19).


ORACIÓN

(del Misal Propio de Jerusalén).
 
Oh Dios, que en premio de la fe de Abrahán
le prometiste que por su estirpe
nacería al mundo tu Hijo unigénito:
concédenos propicio que,
obrando en nosotros la Fe
que hemos recibido en el Bautismo,
merezcamos nacer para el Cielo.
 
Por J. C. N. S. Amén.
 
 



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