¡Oh María siempre Virgen!
augusta Soberana y Reina de los Mártires,
ninguna mente humana puede concebir,
ni lengua humana expresar la inmensidad
del dolor que llenó vuestro Corazón de amargura
y bañó de lágrimas vuestra Faz,
durante la Pasión y Muerte
de vuestro amadísimo Hijo Jesús.
Después de su despedida,
cuando partió de Vos para ir al Sacrificio,
llegó esa amarga noche cuando en espíritu
le contemplasteis sudando sangre en el Huerto,
aprehendido, torturado en mil maneras,
y apresado como un malhechor.
Y cuando vino la mañana,
Vos le visteis conducido de tribunal en tribunal,
igualado a Barrabás,
tomado por loco,
cruelmente azotado
y coronado con agudas espinas.
Vos habeis escuchado
la sentencia de su condenación
y los ecos de las trompetas.
Vos le seguisteis cuando cargó la Cruz
sobre sus hombros lacerados,
cayó al suelo, y recibió
nuevas llagas de sus caídas.
Vos le visteis en esa Calle de la Amargura,
incapaz de veros por los escupitajos,
la sangre y las lágrimas
que cubrían sus divinos Ojos.
Continuar leyendo...
Vos estuvisteis presente allí
cuando los verdugos perforaron
sus manos y pies con grandes clavos,
le levantaron en la Cruz entre dos ladrones,
y vuestros vestidos fueron salpicados
con su Preciosísima Sangre.
Vos escuchasteis sus Siete Palabras en la Cruz,
que como siete saetas
traspasaron vuestro compasivo Corazón;
en especial aquella por la que Él os dio a Juan,
y en su persona a todos los hombres
como hijos vuestros en su lugar.
Vos fuisteis testigo de la crueldad de sus enemigos
cuando, por la sed,
a Él le dieron hiel y vinagre para beber.
Vos estuvisteis ante Él en las últimas angustias
de sus tres horas de agonía;
y cuando, inclinando la cabeza,
entregó su espíritu, vuestra Alma
también pareció salir de vuestro cuerpo.
Mas, como si no lo hubieran insultado bastante,
visteis cómo un impío soldado,
después de su Muerte, perforó con una lanza
su Sagrado y amantísimo Corazón.
Todas las heridas de vuestro Corazón
fueron reabiertas cuando,
recibiendo en vuestros brazos su inerte Cuerpo,
pudisteis contar las innúmeras llagas y cicatrices
con las que fue cubierto, y desconsolada,
las bañasteis con ardientes lágrimas.
Y ahora vuestra desolación
llegó a su máximo cuando,
después de dejarlo en el Sepulcro,
retornasteis sola y devastada a Jerusalén,
y allí en vuestra soledad nuevamente,
una a una, recorristeis las tristes escenas
de sus tormentos y Muerte.
¿A qué podré compararos,
oh Madre Dolorosísima?
¿Con qué he de igualaros,
para que os consoléis,
¡oh Virgen Hija de Sion!?
Porque de hecho grande como el mar
es vuestra destrucción,
¿y quién podrá sanaros?
Yo deseo, oh Madre afligida,
desearía poder llorar con Vos
en estos vuestros crudelísimos sufrimientos,
con lágrimas de sangre
para borrar mis iniquidades,
que fueron la desdichada causa
de la angustia y desolación de vuestra Alma.
Os suplico, Virgen compasiva,
por los tormentos de vuestro Divino Hijo
y por estos vuestros amargos Dolores,
me obtengáis la gracia de odiar el pecado,
de comenzar a ser vuestro siervo devoto,
y consolaros con una vida santa.
Dignaos también asistirme
en todas mis necesidades,
tanto espirituales como temporales;
pero, sobre todo,
permaneced conmigo en la hora de mi muerte,
para que por vuestra poderosa protección,
pueda obtener el fruto
de tan grandes sufrimientos,
y bendecir a mi amante Salvador
y a Vos misma, mi Madre Dolorosa,
con eterna gratitud en el Reino Celestial.
Amén.
0 comments:
Publicar un comentario