oh Dios protector nuestro,
y pon los ojos en el rostro de tu Cristo”.
(Salmo 83, 9.)
Mi querido y dulcísimo Jesús,
Mi querido y dulcísimo Jesús,
Vos sois mi único apoyo y consuelo
os suplico tengáis piedad de mis caídas.
Yo quiero seros fiel y sumiso en todo
los oprobios y las penas
a las que queráis someterme.
Vos me recordáis que el discípulo
no es más que su maestro,
y que el que con Cristo padece
entrará también en su gloria.
Hacia Vos, oh Señor,
elevaré mis ojos,
y la vista de vuestra Faz
reanimará mi valentía.
Sedme propicio, ¡oh dulce Jesús!,
que quiero exclamar,
como prenda de confianza,
fidelidad y sumisión,
con el profeta David
todos los días de mi vida:
“Derrama sobre tu siervo la luz de tu rostro:
sálvame por tu misericordia”
(Salmo 30, 17).
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